Desde su cárcel madrileña,
Francisco I de Francia rememora la batalla en
que fue derrotado y preso en Italia por las
tropas de Carlos V.
QUERIDA MIMÍ:
Aquí me tienes, voilá, de turista forzoso en
Madrid. Alojado en una torre que llaman de Los
Lujanes, con ese cabroncete de Carlos, emperador de
los alemanes y de los españoles y de la madre que los
parió a todos, visitándome cada tarde para chotearse
entre tapices gobelinos y mucho vuesa merced,
primo, hermano, monarca francés y toda la
parafernalia. «Estáis en vuestra casa, rey
cristianísimo», dice, como si esto fuese otra cosa que
una cárcel; y me muerdo de rabia los encajes
almidonados viendo la sonrisa guasona que le apunta
bajo la barbita. Menudo cabrón, mi primo el
Ausburgo. Vaya suerte la suya, oyes; y eso que lo
suyo fue de pura chamba, hay que fastidiarse. Que si
Fernando de Aragón e Isabel de Castilla no llegan a
hacer aquella boda -menudo braguetazo-, y Felipe el
Hermoso, su yerno osterreiche, no se va a criar
malvas y deja a la Juana Majareta esa viuda, y al
chaval este, al flamenco Carlitos que Dios y el turco
confundan, no le toca la corona imperial en una rifa, a
lo mejor yo no me veía ahora aquí pintando la mona
de huésped forzoso, y el emperador europeo sería el
menda, como el yayo Carlomagno, que en gloria esté
con Roldan y los doce pares; y no estaría
escribiéndote desde la Torre de los Lujanes, plaza de
la Villa, Madrid, Spain, sino retozando contigo en
Blois, a orillas del Loira. Yo comiendo fuagrás, mon
petit chú. Y tú lo que ya sabes.
Recordarías que mi última carta te la escribí en Pavía con
fecha 23 de febrero de 1525, la noche antes de la
batalla. Leída ahora supongo que te parecerá un
poquillo confiada, a ver si me entiendes, sobre todo
aquello de «a esos españoles muertos de hambre
nos los vamos a comer sin pelar», lo de «entre ellos
y nosotros no hay color», o lo de
«vamos a darles de hostias hasta en el carnet de
identidad». Pero las cosas, Mimí, hay que
considerarlas en su contexto. Ponte en mi lugar: rey
de un país glorioso que te cagas, caballero de pro,
rodeado de la flor y la nata de caballeros choisís
entre la nobleza más granada de la France, y encima
con una pasta gansa para pagar la soldada a un
ejército de treinta mil fulanos suizos, alemanes y
franceses, con más cañones que el enemigo y con
una caballería a la que daba gloria verla, con sus
penachos, y sus gualdrapas, y sus armaduras
relucientes de Sidol, y sus camisitas, y sus canesús.
La créme de la créme, para que me entiendas. Unos
soldados que estaban, te lo juro, para comérselos. Y
enfrente, como enemigos, con muchísimos menos
jinetes y cañones, cuatro mil españoles morenos y
bajitos oliendo a ajo y a vino tinto, imagínate a los
muy tiñalpas, con diez mil alemanes -borrachos y
amotinados, como de costumbre-y tres mil italianos
apellidados Luchino, y Moschino, y Armani y todo
eso, calcula las perlas de la milicia, todos de extrema
sensibilidad y mucho diseño, con uniformes divinos,
eso sí, pero de escasa eficacia a la hora de tararí,
tararí, sobre el hombro, marchen, etcétera. Que
entre todos, en fin, componían las tropas imperiales,
y además iban ya medio en retirada y muy hechos
polvo, hasta el punto de que yo estaba plantado allí
con mi campamento y mis banderas con la flor de lis,
asediando Pavía tan ricamente, y con ansias de
terminar la campaña para volver a Francia y darte,
mon amour, las tuyas y las de un bombero.
Total, que allí estábamos, yo asediando
comme il faut y los enemigos, o
sea, Antonio de Leyva -veterano de treinta y dos
batallas y cuarenta y siete asedios, el jodío- dentro de
la ciudad y su colega el marqués de Pescara en la
otra punta, donde a Cristo le pusieron el gorro. Y a
todo ésto se le ocurre a los imperiales aprovechar la
noche y la lluvia y la niebla para jugarme la del chino.
Como te lo cuento, cheríe. Nada de presentarse
después del desayuno con trompetas y banderas y
todas esas cosas propias de gentilhombres y gente
bien educada; sino que los muy perros se ponen
camisas encima de los petos para reconocerse en la
oscuridad, hacen tres brechas en la muralla del
parque frente a Pavía, y se cuelan por allí después de
oír misa y confesarse, y de que Pescara, que es
soldado viejo y conoce el paño, les diga eso que con
los españoles en cuestión de guerras y de conquistas
es mano de santo y no falla nunca: «Hijos míos,
estáis muertos de hambre, y yo también. El pan está
en el campo francés, así que maricón el último». Y
encima el muy borde va y me los calienta más
contándoles -lo que además era una cochina mentira-,
que yo había ordenado degüello general y no dar
cuartel a ningún español, y que o ganaban o iban
listos de papeles. Así que figúrate. Con la mala leche
que ya de natural tienen esos prójimos, allá fueron
todos, o más bien vinieron, o sea, imagina con qué
talante, blasfemando en arameo, que si Santiago y
Cierra España y que si Dios y la Virgen y San
Apapucio, y el Copón de Bullas y la Puta de Oros a
caballo. Y resulta que en plena noche están mis
centinelas allí, de guardia tan campantes,
saboreando el vino de Burdeos y los caracoles a la
borgoñona que esa noche teníamos de rancho, au
clair de la lune como quien dice, mon ami Pierrot, y
de pronto se lía la pajarraca, pumba, zaca, cling,
clang, y se monta un cipote de tres pares de cojones.
La de Pavía.
En fin, que yo salgo de la tienda de campaña en camisa con
la armadura flordelisada a medio poner. Y pregunto
qué coño pasa, mondieu, y un imbécil de mi estado
mayor, el marqués de Les Couilles Violets, va y dice:
«Es que los españoles huyen, majestad». Y añade
que lo sabe de buena tinta, el muy subnormal.
Entonces yo contesto que parfait, que me traigan el
caballo y la espada y la lanza que vamos a
perseguirlos hasta hacerlos picadillo. Una carga de
caballería voy a darles, digo, que se van a ir de
vareta por la pata abajo. Pour la France, con un par.
Así que entre la niebla y el amanecer organizamos la
galopera, y los dos bandos nos acometemos con unas
ganas que para qué te cuento, mon amour. Lo
primero de todo le hacemos filetes a los malos un
escuadrón de caballería, y nos quedamos con sus
cañones
por todo el morro, vive la France y todo eso,
mientras ellos intentan su movimiento de flanqueo.
Lástima que no me vieras, chochito mío, tan gallardo
como acostumbro, cargando a la cabeza de mis
gendarmes y caballeros como en los torneos, la
caballería andante rediviva, sus y a ellos,
deliciosamente feudal, como te digo, el espectáculo,
que no me daba besos a mí mismo porque con el
casco y la armadura no podía. Y fíjate cómo le
pondríamos de chunga la cosa a los imperiales, que
luego me contaron que un capitán italiano, viendo el
panorama, le dijo al de Pescara: «Pardiez, paréceme
cordura recogernos un poco en aquel bosquecillo».
Pero el otro, un abuelo correoso que no veas, con
más batallas a cuestas que le grand pére Cebolleté, le
dijo anda y que se recoja tu puta madre, chaval, que
yo estoy viejo para ir corriendo de un lado para otro.
Así que se volvió a la infantería española, los
arcabuceros de las compañías vizcaínas y
guipuzcoanas y castellanas y los otros que por allí
andaban hasta sumar mil y pico, y les dijo: «Señores,
mecagüentodo. No hay que esperar sino en vuestros
arcabuces y en Dios, por ese orden». Y entonces
todos se pusieron a gritar: «Olé tus huevos, aquí
están los españoles, aquí está Pescara, Es-pa-ña, Espa-
ña», como si aquello fuera una final de liga, que en
realidad lo era. Y a todo esto, mientras tanto, allá les
vamos nosotros, o sea, yo, moi, le roi, con toda mi
flamante caballería pesada de la nobleza francesa y
con los lansquenetes alemanes que nos siguen pasito
misí, pasito misa. Y cuando veo a los jinetes
enemigos hechos una piltrafa, considero que la
batalla está ganada, pues como buen caballero y
gentilhombre desprecio a la chusma de a pie, y creo
-hasta ese momento te juro por mis muertos más
frescos que lo creía- que es la flor y nata a caballo, la
élite montada, la que decide ese tipo de cosas. Así
que toco carga, tía. Una carga preciosa, las cosas
como son, espadas y banderas en alto y todo eso.
Pero aquellos fulanos chaparros y morenos y
barbudos de enfrente, asómbrate, con los cojones
duros y pegados al culo como los de los tigres,
aguantan, cherie, o sea, maldita la madre que los
parió: se mantienen en sus posiciones junto al
bosquecillo
de marras aunque les vienen encima cientos de
toneladas de caballos y de armaduras y de mis
piqueros tudescos; y cuando decido retroceder un
poco y me reagrupo para ordenar las filas y tomar
aire, veo que me han dejado en el campo, a bote
pronto y allí mismo, por la cara, cinco mil palmados.
Los hijoputas.
Y encima resulta que en el resto del frente las cosas no van mejor. Para ser exactos, van de pena. Mis
mercenarios alemanes de la Banda Negra, o sea, lo
mejor de cada casa -tendrías que verles el careto a
esos animales, si hubiera quedado alguno vivo- se
enfrentan a los también alemanes que se lo curran
para el Emperador. Imagínate el cuadro, habida
cuenta que unos y otros se odian a muerte, todo ese
cipote de tudescos dándose hostias unos a otros,
hasta arriba de cerveza y marcando, supongo, el
paso de la oca: up, aro, up, aro. Aberrante, o sea.
Kafkiano. Al final ganan los imperiales, que también
es mala suerte la mía, y al mismo tiempo me entero
de que, en el otro lado, el grueso de infantería
española, al grito de «Santiago, España, cierra,
cierra», está pasándose por la piedra, ris-ras, a mis
pobres mercenarios suizos, que con esa cara de
intelectuales que suelen tener los suizos ponen pies
en polvorosa, por primera vez en su larga y
honorable historia de tropas a sueldo del mejor
postor; y de suizos sólidos y fiables pasan a
convertirse en suizos de café con leche. A esas
alturas de la feria, comprendo que no es mi día. Ni mi
año. Tengo quince mil muertos, que se dice pronto,
y el río Tesino baja lleno de fiambres de orilla a
orilla. En realidad me encuentro, te lo confieso,
bastante confuso. No logro explicarme cómo un
ejército tan caballeresco y flamante como el mío, en
orden y bien alimentado, un ejército francés de la
Francia, acaba de ser hecho trizas ante mis ojos en
poco rato por una chusma meridional y sudorosa que
carece de modales, ni cómo esos arcabuceros
impasibles y con tan mala folla han sido capaces,
contra toda lógica, de destrozar en una sola mañana
y en campo abierto a la mejor caballería de Europa,
la francesa, y a la mejor
infantería de Europa, la suiza. Histórico, nena. Como
para aplaudir, si no fuera yo quien pagara la juerga. Y
ahora todo es bang, y ziaang, y chas, y me veo con
toda mi estupenda caballería emperifollada en el
centro de aquella merienda de negros. Y de tí para
mí, lo confieso: bastante acojonado.
Porque imagínate el cuadro, prenda mía.
En ese paisaje, sólo quedo yo en
el centro con mis mejores jinetes, bien agrupados y a
caballo, la créme de la créme esa de la que te hablaba
antes, mis marqueses y mis condes y mis duques y
sus hijos y sus cuñados, todos con sus armaduras
floridas y sus penachos y sus caballos purasangres
que valen un pastón largo, en busca de un hueco no
para cargarle al enemigo, que eso ya es lo de menos,
sino para largarnos de allí como quien se quita
avispas del culo, entre las filas de arcabuceros
españoles que nos rodean arrojándonos encima una
nube de plomazos que repica contra los arneses como
si granizara. Al final empiezan a pegarnos tiros a los
caballos, con una grosería y una falta de modales
inaudita, y cada vez que uno de mis leales vasallos
da con la armadura en tierra, con mucho cling-clang
y mucho ruido, los españoles dejan sus arcabuces, y
a la carrerilla se meten entre nosotros, espada o
daga en mano, para rematarlo en el suelo. Yo grito
mucho vive la France, a mí, unios a mí, sus y a ellos,
etcétera, que es lo que se espera, supongo, que un
rey francés diga en esos casos; pero de allí no hay
quien salga, y los españoles ya se meten ahora entre
las patas de los caballos, desjarretándolos o
destripándolos con sus dagas, para hacernos caer al
suelo -imagínate el hostiazo, cubiertos también de
coraza, catadas, quinientos kilos de carne y acero
viniéndose abajo con jinete incluido- y se arrojan
como lobos sobre mis pobres gentilhombres, a los
que degüellan sin misericordia metiéndoles los
puñales entre las junturas de petos y yelmos mientras
éstos intentan levantarse del barro con las pesadas
armaduras que los cubren; y da lástima verlos
protestar a los pobrecillos, pero
quesquesé, esto no es jugar limpio, pardieu, qué
falta de etiqueta, etc, etc, mientras los otros les
meten los aceros por el garganchón, chaf, ras, glup.
Así los míos pasan de ser florida caballería a
montones de solomillo sangrante bajo los armaduras:
al pobre Couilles Violets le levantan la visera del
yelmo y le destrozan la cara con la moharra de una
pica. Al duque de La Refanfinflére le sacan el casco,
y mientras unos le quitan la cadena de oro y las
sortijas, otros le echan atrás la cabeza y lo desangran
como a un cerdo. A La Soufflebottoniére y a no sé
cuántos les levantan los faldetes del peto y les
disparan el arcabuz en las entrañas, reventándolos
dentro de su armadura, pumba, chof, que da grima,
te lo juro, sólo recordarlo. Así me los van haciendo
palmar uno por uno, a mes enfants de la patrie,
bang, ris, bang, ras, y me quedo más solo que la una.
Alone, que diría el gordinflas de mi primo Enrique
VIII, el hijoputa, ahí tan campante en Londres
descabezando esposas y ñaca-naca, mientras
disfruta con el espectáculo de ver los toros desde la
barriere.
Y en esas sale mi número, osea, que me llega el turno.
Quiero decir que a mi caballo, el fiel Gastón Royal Fashion, le pegan
varios tiros en la cabeza, bang, bang, y me voy abajo
con todo mi golpe de armadura, zaca, pegándome
una costalada de veinte pares de cojones. Pero
mucho ojito, cherie, soy un rey francés y para cojones
los míos; así que intento levantarme a pesar de la
armadura, y cuando casi lo he conseguido meneo la
espada dispuesto a morir empachado de gloria
como el resto de mis pobres muchachos. Pour la
France. Pero cuando echo un vistazo alrededor y veo
la que se me viene encima, el tropel de fulanos
barbudos con los ojos inyectados en sangre que se
arroja directamente a mi real pescuezo, me lo pienso
mejor y digo bueno, vale, voyons, soy el rey, a ver
aquí a quién hay que rendirse. A ver si nos
organizamos un poco. Pero la cosa no está nada
clara, porque en mitad de la pajarraca me caen
encima varios de esos cromañones, y uno, con las
manos ensangrentadas, la cara tiznada de
pólvora y una cara de loco que te cagas, llega y me
dice: «Errenditú, bástela barrabillak mostuko
dizkiat». Y yo me digo que tiene delito la cosa, seis
años estudiando español con un profesor nativo
particular, figúrate, y el tal profesor en plan pelota,
perfecto, majestad, un acento que ya lo quisiera
Carlos V, etcétera, y ahora resulta que estoy aquí en
una batalla y con el ruido y la vorágine no me entero
de nada. No comprendo un carajo de lo que suelta
este fulano. Barra de billar, me parece que dice, pero
no sé qué coño tiene que ver una barra de billar con
todo este invento. Así que me levanto la visera del
casco, acerco la oreja y le digo, con mucha
educación y mucho tacto: «¿Pardon?... ¿Qu'esque
vudit?». Y el otro, con una cara de mala leche que ni
te cuento, me pone la espada en el real gaznate y me
pregunta «¿Errenditú?». Y yo le contesto que yo bien,
gracias, Bien de momento. ¿Y tú?, añado. Pero
empiezo a mosquearme, porque de pronto se me
ocurre que a lo mejor no me estoy rindiendo a un
español, sino a un alemán, o a un suizo, o a un
croata, o vete tú a saber. A lo mejor la he cagado,
me digo, y éste sólo pasaba por aquí y no manda un
huevo, o es de otra guerra. Así que decido no
rendirme, y me bajo otra vez la visera del casco, y le
tiro al fulano raro ese una estocada, pero le fallo. Y
no veas cómo se pone, el tío. Ya ni dice errenditú,
ni errendiyó, ni barra de billar ni nada, sino que
empieza a darme sartenazos con la espada, que se
los voy parando de milagro, y al final, sin resuello,
me subo otra vez la visera y le digo vale, tío, me has
convencido, me rindo. ¿Capichi? Je suis le roi, y me
renduá pero ya mismo. Rendemoi. Así que deja de
darme espadazos en los huevos. Y en estas llega
otro español, o lo que sean estos fulanos, y le dice al
energúmeno: «Juantxu, detente pues. Rey francés
es, trincado lo hemos. Aúpa Hernani». Y entonces
empieza a llegar gente y a abrazarse y a decir aúpa,
aúpa, y resulta, al fin me entero, que los que me han
trincado son de una compañía de arcabuceros
guipuzcoanos, y que el energúmeno se llama Juan
de Urbieta y es de un sitio que por lo visto le dicen
Hernani, y que eso que mascullaba del errenditú y la
barra de billar significa literalmente, en su lengua de
allí: «O te rindes o te corto los cojones». Que ese es
el problema, ahora me doy cuenta, que tienes con
los españoles en esto de las guerras: que vas a
rendirte con toda tu buena fe, y si no controlas la
cosa lingüística, depende con quién caigas pueden
darte matarile por el morro, mientras tú miras
alrededor desesperado en busca de un intérprete.
Como si ya no tuvieran bastante peligro por sí
mismos, estos hijoputas.
En fin chica, que aquí me tienes, comiéndome más talego que el conde de Montecristo, mientras espero que a mi primo el emperador se le
ponga en los huevos soltarme. La torre ésta de Los
Lujanes no es mal sitio: un poco oscura y húmeda,
pero me consuelo pensando que peor están ahora
mis nobles caballeros, La Soufflebottoniére y los
otros, la créme de la créme y todo eso, putrefactos y
a dos palmos bajo tierra. Sic transit gloria mundi,
que decía no me acuerdo quién. Demóstenes, me
parece. O uno de ésos. A mí, volviendo a lo
importante, me toca, créeme, la prueba más cruel, lo
más duro y terrible: seguir vivo. Pero no me quejo,
porque mi vida no es mía -por eso no dejé que me
mataran en Pavía, y muy a mi pesar, haciéndome
gran violencia ética, pedí cuartelillo- sino de Francia.
Y quien vive hoy puede luchar mañana. O pasado
mañana. O vete tú a saber cuándo. Respecto a mi
libertad, Carlos dice que de rescate ni hablar, que
eso es muy antiguo y que desde el Amadís no se
usa, y que a ver si me creo que soy Ricardo Corazón
de León. Que menos lobos, Paquito, dice -no te
puedes imaginar lo que me revienta que me llame
Paquito-. Aprovechándose de los trenes baratos,
ahora se ha puesto flamenco y quiere que le
devuelva la Borgoña, y que abandone mis
pretensiones sobre Flandes, y sobre Ñapóles y Milán,
y un montón de cosas más. Mucho me temo que con
esto de Italia y Flandes y con esa gente que los
españoles están mandando para América -tiemblo
sólo de imaginar al errenditú y sus colegas en
América- estos cabrones van a crecerse mucho, y a
ese chico, Carlos, y a su familia les espera por
delante una buena racha, y
que al menos por un siglo o dos nos van a dar
bastante por saco a nosotros, a Europa, e incluso a
Su Santidad, que les tiene tanto miedo en Italia que
no le cabe un cañamón por el ojete. En fin, qué
remedio. Ya vendrán tiempos mejores; hasta
entonces, ajo y agua. El caso es que dice Carlos que
si le doy mi palabra de honor de caballero de que
respetaré esos compromisos, me da boleta pero ya
mismo. Y la verdad es que me lo estoy pensando.
Me refiero a lo de dar la palabra de honor, que es
gratis, porque lo otro no pienso darlo ni harto de
rioja, que es un líquido al que aquí -no te rías,
cariño- llaman vino. A fin de cuentas, eso se arregla
luego con retractarme de lo prometido cuando esté
otra vez libre y en Francia. Que de
caballerosidad y honra ya tengo
lo mío, maldita sea mi estampa. Tengo murga de ésa
por un tubo: tararí, tararí, y al final de tanto tararí,
uno, por muy caballero y muy elegante y mucho real
paquete que marque, termina con el errenditú de los
cojones, el Juan de Urbieta ése y toda su cuadrilla de
vascongados, de españoles o de lo que sean, encima
de la chepa y dándote las del pulpo. Mucho me temo,
chata, que los tiempos están cambiando. Y que esta
vez, en Pavía, Francia et moi hemos hecho bastante
el gilipollas.
Te adoro, etcétera.
FranÇois.
Arturo Pérez Reverte.