lunes, 29 de noviembre de 2010

WARGAMES

"Hay un brillo inquietante en sus ojos cuando acuden cada sábado a la
cita. Llegan uno tras otro, casi furtivamente, con sus cajas y
reglamentos bajo el brazo, como los miembros de una cofradía
clandestina, dispuestos a poner patas arriba la Historia. Algunos
son tipos tímidos, solitarios. En apariencia, incapaces de matar una
mosca.

Pero fíate y no corras. Bajo su aspecto gris ocultan un corazón de
tigre, y cada fin de semana deciden sobre la vida y la muerte de
miles de seres humanos. Saben de heroísmo, y de coraje; y de encajar
impávidos los azares del destino y de la guerra, tal vez más que
muchos de esos militares de verdad que a veces se cruzan por la
calle, con su uniforme y sus medallas que a ellos les hacen sonreír
disimulada, esquinadamente, con mueca de viejos veteranos.

Los jugadores de los llamados wargames o juegos de guerra de salón
nada tienen que ver con el militarismo, o las ideologías. Del mismo
modo que unos juegan al tenis, otros al póker, y otros a la herencia
de Tía Ágata, los aficionados al asunto, que es una especie de
ajedrez pero a lo bestia, reproducen sobre tableros, con las fichas
apropiadas, situaciones estratégicas o tácticas de la Historia; y
basándose en complicados reglamentos, intentan darle las suyas y las
de un bombero a Rommel, por ejemplo, en El Alamein; o compartir
gloria con Napoleón en Austerlitz; o dar la vuelta a la tortilla
haciéndole la puñeta a Aníbal en Tresino, Trebia, Trasimeno y
Cannas. La forma usual es un terreno reproducido en detalle sobre
grandes tableros, y allí, con piezas, soldaditos de plomo o fichas
adecuadas, se desarrollan los acontecimientos históricos y sus
variantes, en largas operaciones de un realismo asombroso que llegan
a durar horas, e incluso días.

Como masones, los adictos al género intercambian informaciones,
reglamentos, experiencias. Hay especialidades, por supuesto:
artistas del combate táctico a nivel de pelotón, capaces de batirse
casa por casa durante días en los alrededores de la fábrica de
tractores de Stalingrado, y genios de la logística que llevan
tercios a Flandes por el camino español de la Valtelina entre las
diez de la mañana y las ocho de la tarde de un mismo día. A algunos
les gusta reunirse en grupos, haciéndose cargo cada uno de un bando,
o un cuerpo de ejército, o de una simple unidad de infantería; y
otros prefieren habérselas de tú a tú con el tablero, o con la
pantalla del ordenador, que facilita el juego a solateras. En cuanto
a sexo, predomina el masculino; aunque no faltan excepciones, como
la novia de mi amigo Miguel -el hombre que más cargas de caballería
ha ordenado en la historia de la Humanidad- , que es una moza dulce
y apacible hasta que el fin de semana, ante el tablero, se convierte
en una despiadada y lúcida táctica, capaz de cañonearse peñol a
peñol con el Victory, o putear al general Dupont en Despeñaperros
hasta que el maldito gabacho pide cuartel y misericordia.

Son la leche. Cuando los ves descargar adrenalina en sus excitantes
aventuras finisemanales, compruebas asombrado cómo se transforman
ante el tablero para compensar otra vida a menudo monótona, tal vez
insustancial. De pronto, inclinados sobre los hexágonos del mapa,
considerando los factores de movimiento entre Washington y
Gettysburg o la potencia de fuego de una división Panzer en los
campos embarrados de Smolensko, les aflora toda la seguridad, toda
la pasión, todas las cualidades buenas o malas reprimidas en el día
a día: abnegación, buen juicio, crueldad, rapidez, egoísmo,
iniciativa, sacrificio. Y comprendes que resulta imposible saber lo
que cada ser humano, incluso el de apariencia más torpe, bondadosa,
malvada o gris, atesora en su corazón o su cabeza.

Y además, comprendo el placer personal intenso, fascinante, de
hacerle trampas a la Historia. De romperle los cuernos a Bismarck en
Sedán, o destrozar los cuadros escoceses en Waterloo. O volver a la
oficina el lunes por la mañana y dirigirle al imbécil de tu jefe una
sonrisa enigmática que él nunca entenderá, ignorante del momento de
gloria infinita que viviste a las tres de la madrugada de ayer,
cuando, tras doce horas de combate, encendiste con mano temblorosa
un cigarrillo para contemplar desde el alcázar del Santísima
Trinidad, entre los mástiles derribados y los pasamanos hechos
astillas, como ardía la escuadra inglesa frente al cabo Trafalgar".

Arturo Pérez Reverte, El Semanal, 1996

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